La conquista de lo Cool: el libro que no deberías perderte si te gustó Mad Men.

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cajetilla

Si tuvieras una máquina del tiempo, ¿a qué época viajarías para trabajar como creativo? Si es que aun teniendo algo tan lucrativo como una máquina del tiempo a tu disposición, decides seguir trabajando, claro está.

¿Al antiguo Egipto? No es coña, parece ser que el primer anuncio conocido tiene cerca de 5.000 años y procede de Tebas, donde un tal Hapu, un mercader al que se le había perdido un esclavo, hace circular un papiro para encontrarlo y ya de paso aprovecha para mencionar sus “hermosas telas al gusto de cada uno”. Podría ser una experiencia interesante, pero igual acabas construyendo las pirámides…

¿Años 40? Las pin up están muy bien pero quizá tendrías que lidiar con demasiada propaganda bélica.

¿Años 50? La cosa empieza a mejorar, sobre todo si te gustan las amas de casa complacientes, los maridos repeinados y los niños repelentes.

No, si pudieras elegir, serían los 60. La era dorada de la publicidad. La época en la que se cocía todo lo bueno. Hendrix, Los Beatles, la minifalda y los anuncios de Volkswagen. Por algo pasó a la historia como la era de la revolución creativa.

Y de esa revolución es precisamente de lo que nos habla Thomas Frank en “La Conquista de lo Cool:  el negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno”. Un ensayo tremendamente entretenido que relata una de las décadas más fascinante de la historia de la publicidad en Estados Unidos, a la vez que desmonta todo el tinglado de la contracultura.

 

¿Consignas contraculturales o eslóganes para un nuevo capitalismo?

Para entender la revolución creativa, es necesario remontarse 10 años atrás. A los años 50. En esta década, las agencias, aún ajenas al ambiente creativo de las últimas temporadas de Mad Men, se regían por el racionalismo científico. ¿Os suena Rooser Reeves? Es el creador de la famosa USP: Unique Selling Proposition (aunque sea más conocido por aquello de “M&Ms se derriten en tu boca, no en tu mano”). Pues bien, este señor, es uno de los profesionales arquetípicos de esta época. Repetición hasta la saciedad, desprecio por la inteligencia del público, fórmulas de venta fijas mil veces probadas, estudios de mercado, focus groups, conductismo pavloviano aplicado a la venta… la publicidad era una ciencia y los publicitarios poco menos que ratas de laboratorio. No es extraño que el libro más popular entre los profesionales en esos años fuera “La publicidad científica” de Claude Hopkins.

Ciencia, razón y orden. Estos son los conceptos que definen a la convencional sociedad estadounidense de los años posteriores a la II Guerra Mundial. Mareas de hombres, todos uniformados con sempiternos traje de franela gris y sombrero a juego, se desplazaban cada mañana desde sus chalets adosados a las asfixiantes oficinas jerárquicas y burocráticas en el centro de la ciudad. Era una generación marcada por la posguerra, con unos hábitos de consumo a la fuerza racionales, muy alejada del estereotipo de consumidor hedonista al que estamos acostumbrados hoy en día.

Como os podéis imaginar, estamos hablando de una época un tanto asfixiante para la creatividad. Y las agencias, si querían crear campañas eficaces, necesitaban reinventarse.

Fue entonces cuando abrieron las puertas a los rebeldes e inconformistas de Madison Avenue, una nueva ola de publicitarios que vieron en la retórica de la contracultura un reflejo de su lucha contra esa burocracia opresiva y la semilla de un orden consumista nuevo. Así que convirtieron las consignas contraculturales en eslóganes y el mayor movimiento juvenil anticomercial de la historia supuso, paradójicamente, la aceleración del capitalismo en los años 60. Entre estos rebeldes estaba uno de los creativos más brillantes de todos los tiempos.

 

La publicidad se critica a sí misma: Bill Bernbach.

Para ilustrar el nacimiento de la revolución creativa, Frank nos dará una vuelta por la historia del automóvil, ya que bien pensado, es también la historia de la publicidad.

Volvamos otra vez a la década de los 50, cuando los coches se fabricaban a semejanza de las tecnologías de la Guerra Fría. Aerodinámicos y elegantes como aviones, con sofisticados paneles de control y brillantes cromados, parecían representaciones abstractas de cohetes. El coche era el símbolo de la eficiencia empresarial tan en voga en esos años. Y en los anuncios, se resaltaban esas cualidades con ilustraciones de utópicas familias felices a bordo de los últimos modelos, acompañadas de promesas vacías y machaconas que trataban al consumidor como si fuera tonto.

El problema era que cada año, los nuevos modelos dejaban completamente obsoletos a los anteriores. Y a los consumidores, que no eran tan tontos como los publicitarios creían, esta obsolescencia programada, ¿os suena?, los volvió escépticos e indiferentes. Sentimientos que Bill Bernbach aprovechó para crear una nueva forma de hacer publicidad o antipublicidad.

En 1959, aparecía en los periódicos una gráfica que lo cambió todo. Con un diseño minimalista y elegante, en el que la fotografía del coche ocupaba tan solo una cuarta parte del anuncio (algo insólito en esos días) y un discurso simple, honesto y demoledor, se presentaba el Volkswagen escarabajo. “Think Small” prometía, con un lenguaje honesto y cercano, fiabilidad, solidez y buenos resultados. En definitiva un coche que, aunque feo como un bicho, no te dejaría tirado ni pasaría de moda.

Con este discurso, Bernbach utilizaba el escepticismo del consumidor como un arma de venta poderosa. Los anuncios de este mítico publicitario parecían decir: “¿Estás cansado de los coches que se quedan anticuados al año siguiente? ¿Harto de que intenten venderte la moto con nuevas tecnologías “cromoaerotermodinámicas” que no sirven para nada? ¿Sientes rechazo hacia este sistema consumista y alienador? Pues tenemos un coche para ti.”

Y claro, esta forma de comunicar arrasó. Arrasó tanto que, gracias a ella, un coche estigmatizado por el nazismo se convirtió paradójicamente en símbolo de la contracultura. El coche de los inconformistas que estaban hasta los mismísimos de los excesos del consumismo.

En definitiva, los escépticos vieron en esta crítica a la sociedad de consumo, una nueva forma de consumir.

 

La cultura joven y The power of Love.

Si algo define a la publicidad de los años 60 es el “espíritu joven” con su habitual transgresión, inconformismo y vitalidad de serie. Algo normal teniendo en cuenta que en 1966 el 48% de los norteamericanos tenía menos de 25 años. Pero la enorme población de joven de la época no es suficiente para explicar la transgresión que invadió al mundillo publicitario. Y más si tenemos en cuenta que los productos que iban dirigidos a un público más mayor también se comunicaban con ese espíritu.

No, la explicación va más allá de los datos sociodemográficos. La gente ansiaba libertad, ocio, hedonismo, diversión. Valores intrínsecamente ligados con la juventud. Y en ese escenario, la contracultura prestó a la publicidad su lenguaje y su retahíla de símbolos con los que explicar esa nueva visión del consumo. Pensar en joven sin importar la edad que tengas.

Frank adereza todo el libro con interesantes relatos de campañas. Una muy ilustrativa de esta cultura es la campaña que realizó la agencia de Mary Wells para una marca de cosméticos que deseaba dar un giro a su comunicación. Wells dio un nuevo nombre a esta marca muy en línea con el rollo hippie del momento: Love Cosmetics. Con el bonjoviano eslogan “The power of love”, la estrategia nos recuerda mucho a los anuncios de Dove de hoy en día: se dirige a un público femenino que valora la belleza natural, sin artificios. Para muestra el copy con el que se anunciaba: “Tienes un cutis digno de ver. No necesitas un maquillaje que te quite tu expresión. El nuestro no lo hará. El nuestro no puede.”

 

La guerra de las colas.

Otro de los episodios memorables de la revolución creativa fue la guerra entre dos grandes: Coca Cola y Pepsi. Con el eslogan “Las cosas funcionan mejor con Coca Cola”, la archiconocida marca de refrescos era en los 60 la bebida del establishment, del orden y la tradición. El refrescante descanso del trabajador americano. Vamos, un rollo.

Y muy por detrás en cuota de mercado tenemos a Pepsi, que que de la mano de BBDO decide montarse en la nueva ola contracultural y venderse como la bebida de la nueva generación. “¡A vivir! ¡Eres la generación Pepsi!”. Sí, es en este momento cuando nace la famosa “Generación Pepsi”. Una bebida subversiva, anárquica, para esos jóvenes inconformistas que celebran la vida y disfrutan como si no hubiera un mañana. Motos, veleros con ruedas en medio del desierto, coches anfibios, todo aderezado con mucho rock and roll y melenas al viento. Ni que decir tiene que esta nueva actitud vitalista y desenfrenada triunfó como la Coca Cola (aunque era Pepsi) entre los muchachos y muchachas y la Pepsi se convirtió en un competidor serio para el gigante rojo.

 

Fin de las burbujas, ¿y ahora qué?

Todo aburre. Y más cuando hablamos de un sector, el publicitario, donde la novedad en un imperativo. Así que pronto la Pepsi perdió el gas y la revolución creativa llegaría a su fin. Los años 70 todavía fueron un terreno abonado para la creatividad, pero ya se empezaba a perder frescura. De la desinhibida y desafiante “Generación Pepsi” pasamos al “Desafío Pepsi”, que aunque suene muy retador, no era más que una cata a ciegas con Coca Cola para demostrar que Pepsi sabe mejor. Volvemos a la publicidad demostrativa, a los estudios de mercado, a la publicidad científica reevesiana.

Pero como se suele decir, algo queda. Y el legado de la revolución consumista es innegable. El espíritu, aunque algo difuminado por momentos, sigue ahí. La rebelión de la Generación Pepsi, la honestidad de Volkswagen o la autenticidad de Love Cosmetics siguen siendo valores muy presentes en la publicidad de nuestros días.

Y parece que con la revolución digital las posturas de la publicidad científica y la creativa se acercan. Vuelven las técnicas de medición. El SEO y el SEM. El Analytics. El neuromarketing. Nunca antes teníamos tal cantidad de datos del target, de herramientas, de canales. Y sin embargo, si algo hemos aprendido de los 50 y su racionalismo machacón, es que seguimos necesitando de la creatividad para hacer el mejor uso de todos estos recursos. Así que si queréis coger inspiración, os recomiendo montaros en esa máquina del tiempo de Thomas Frank que es “La conquista de lo Cool” (Ed. Alpha Decay), y daros un paseo por una de las épocas más fascinantes de la historia de la publicidad. Os aseguro que engancha tanto como un buen capítulo de Mad Men. Y encima, sucedió de verdad.